domingo, 17 de octubre de 2010

Despedida

Este blog queda cerrado, le seguiremos aenimando en el cuentistador. Gracias.

martes, 14 de septiembre de 2010

El Asilo XIV: El Perla (57 años antes)

[...]

Cuando recobró la conciencia una sombra se movía velozmente sobre él. Antonio Bermúdez, el preso amoratado, el charlatán que consiguió hacer del Perla un héroe, trataba de anudar un jirón de tela sobre su brazo. La bala le había atravesado sin dañarle el hueso. Has tenido suerte, dijo. El capitán, que apenas podía mover los ojos, le observaba sin saber muy bien que había ocurrido. Miró a su alrededor tratando de alcanzar todos los ángulos de aquella ruinosa casucha con la esperanza de encontrar al sargento y al soldado. Pero apenas vio dos bultos tras sus botas. Mientras recobraba el aliento siguió con la mirada a Antonio. Anudó el hilacho, acomodó su cabeza y comenzó a lavarse la cara y las heridas con una garrafa de agua que había encontrado fuera.

El capitán no lograba entender qué había ocurrido. Un minuto antes estaba de pie apunto de llevarse a su prisionero y ahora despertaba de un desmayo con un ardiente dolor que le recorría desde la nuca hasta la punta de los dedos de la mano derecha. Intentó alzar la cabeza pero le mareaba el dolor. Antonio parecía concentrado en la limpieza de sus heridas. Iba desnudándose poco a poco, descubriendo heridas y empapándolas con un frasquito que probablemente habría encontrado entre las cosas del soldado. Hacía ya casi tres años que no lo veía. Había cambiado mucho. No parecía el chico de culo inquieto y risueño que llegaba desde la simpatía hasta el incordio. Tenía un semblante mucho más serio, más aplomo, y sobre todo una mirada muy segura, tanto, hubiera dicho el capitán, que rallaba la inconsciencia. Aunque todos sus recuerdos estaban envueltos en una burbuja repleta de ingenuidad, hormonas y rivalidades amorosas, le tenía el aprecio que se le tienen a las cosas lejanas, inmaculadas de algún modo, como si las cubriera una agradable pátina de inocencia.

Unos pasos se oyeron a través de la pared de madera donde el capitán apoyaba la cabeza. Con la mano izquierda buscó su arma pero no la encontró. Antonio Bermúdez parecía no advertir la llegada de un individuo. Rápidamente entendió que sí la advertía, solo que no le causaba temor. Se incorporó sobre el codo sano a pesar de las mareas de dolor que casi le desmayaron. Buscó con la mirada su arma o cualquier cosa que le sirviera a la desesperada pero no encontró sino unos botines de cuero que se paraban justo en el quicio de la puerta. El contraluz dibujaba su silueta e impedía verle el rostro. Llevaba un zurrón atado a la cintura y un rifle colgado del hombro. Le observó de arriba abajo mientras dominaba su respiración entrecortada y los espasmos de dolor. Poco a poco su rostro se fue haciendo nítido. Para cuando pudo verle la cara al completo, el Perla ya tenía la mirada clavada en él. Duró solo un instante, la primera y la única vez que le miró a los ojos.

miércoles, 21 de julio de 2010

El Asilo XIII: El Perla (57 años antes)


[...]

“Estás muerto” fueron las primeras palabras del capitán nada más entrar. Después ordenó al sargento que saliera y que esperara junto al soldado de guardia, algo que le ofendió visiblemente, para poder hablar a solas con aquel héroe enemigo.- Estás muerto pero aun respiras, suerte la mía.- Continuó con cierto aire de decepción. Una vez fuera el sargento, se encendió un cigarro y se sentó contra la pared de frente a él. Lo poco que pudo percibir el prisionero tirado en el suelo, desde su postura casi inhumana, fue que era un hombre seguro. Posiblemente su posición de mando en aquel lugar escogido para la tortura era lo que hacía sonar sus botas contra la madera con una solemne decisión.- Me alegro de encontrarte. Pero tu intento de suicidio ha tenido éxito- continuó.-No te preocupes, estás muerto pero aun respiras. Porque en esta guerra donde tantos mueren luchando, un suicida como tú encuentra las puertas del infierno abiertas de par en par. ¿Tienes sed? ¿Tienes hambre?- el prisionero no hizo ningún gesto.- ¿Sabes? Siempre quise que llegara un momento así. Siempre quise conocer al Perla, te lo reconozco. Siempre sentí ese deseo oculto, ese interés que esconde el pupilo cuando elige por sí mismo a su maestro. Tal vez haya buscado este momento. Pero al contrario de lo que crees, no soy vengativo, soy un hombre de principios. No quiero ser yo quien le vuele la cabeza. Y al contrario de lo que deseo, no eres el Perla, la leyenda emergente que tanto eco ha generado. Eres tan sólo un charlatán que alborota en periódicos locales y radios clandestinas. - El capitán se desabrochó la chaqueta y algunos botones de la camisa. Estiró las piernas y se rascó la cabeza un rato.- Ojala mi destino me concediera un encuentro con el Perla. El único en esta guerra, ahora ya lo entiendo así, que sabe realmente por lo que lucha. Algo que, por muy ridículo que parezca, es de lo poco a lo que uno puede aferrarse en estos días de vida o muerte. Porque a eso habéis reducido la guerra los anarquistas, a vida o muerte. No tenéis principios. Pero el saber por lo que lucha no exime al Perla de ser un asesino. “Un verdadero asesino que se mancha las manos de sangre y no de tinta”. Te quedó muy bien esa frase. Me gusta, en serio, me encantan esas cosas que cuentas. Parece todo más importante. Más trascendental. Pero dios mío, deberías verte. Cuesta reconocerte bajo tanta mugre y tanto moratón. Siempre creí que conseguirías algo. Que aspirabas a algo más que a morir por una causa absurda. Siendo tu muerte, amén de ridícula y vergonzosa, un suicidio inútil para tu noble y descabellada causa, ni siquiera serás recordado como un mártir. ¿Es que no lo entiendes?

-No todos los sádicos somos tan brillantes como tú – dijo el preso entre los esfuerzos para incorporarse sobre sus rodillas – ¿Por qué serás recordado tú? ¿Por héroe? Por vaciar tu tierra de anarquistas. Ya es tuya, toda tuya. ¡Ah no! Te queda uno solo. Un solo anarquista se interpone en tu camino. Y crees tener suerte porque yo soy el único que sabe quien es. Dime una cosa, ¿desde cuándo sabes que soy yo?

-Desde que el sargento intentó explicarme el cuento ese de la paloma.

-¿Así que ya conoces la historia?

-He venido a que me la cuentes tú, en persona.

-Está bien – dijo después de un suspiro lento y de calibrarse las heridas con la mirada.- Si has venido desde tan lejos no puedo ser un grosero.- dijo apoyándose con cuidado contra la pared con visibles gestos de dolor. Y reposando los codos sobre las rodillas, de frente a su verdugo, otrora su paisano y su amigo de la infancia, comenzó su relato - Tú sabes que soy el hombre con más suerte del mundo.

miércoles, 30 de junio de 2010

Pacto efímero



Avalo tus besos
si tú das crédito
a mis mentiras.

jueves, 17 de junio de 2010

El Asilo XII


[...]

-Era la noche más importante del año, la más bella.

-Y la más corta- aseveró Lucas.

-Y la más corta- repitió Don Antonio.- Hacíamos competiciones y bailes, y ya te digo que venía gente de todas partes, entre ellos el Perla. Nuestra orquesta tenía fama, casi tanta como nuestras mujeres.- Era gracioso ver a Lucas asentir mientras Don Antonio hablaba. Adrián sabía que Lucas tenía noventa exactos y Don Antonio “iba de camino”. Y sabía también que aunque Lucas no era español había vivido en su pueblo desde muy jovencito.- Eduardo, Emilio y yo tocábamos con la orquesta todos los años-continuó hablando Don Antonio.- Un año nos dejaran ensayar unas cuantas piezas para el baile: pasodobles, vals, y piezas clásicas principalmente. Yo había escuchado en casa del doctor algunas piezas de Grappelli, Menuhin y de Django Reindhart. El doctor era un melómano adorable. Siempre que viajaba traía música de todo el mundo. Me enseñó algunas de Louis Prima y Benny Goodman. Nosotros estuvimos ensayando el Vals del Minuto en ese estilo. No sé si me entiendes. Con swing, con ritmo, con…eso que dicen, ¿no? Eso que hace que la música te mueva, te empuje, no sé si me entiendes….así lo dicen ¿sabes? Con swing.- recalcó Don Antonio apelando al propio sonido de la palabra.

-Acá le dicen duende- interrumpió Lucas- allá tumbao, genio, talento. Como Gardél que tenía todo eso, que debería tener un monumento en cada plaza.

-Pero eso es diferente. Gardel es otra cosa - dijo Don Antonio molesto.-Tango, milonga, eso es diferente. ¡El swing! Era una música recién nacida. Y nosotros que queríamos tocarla pero no teníamos cómo. Intenté explicar como era aquella canción de Prima a Emilio, Diego y Santiago. Primero era un tambor así Pum pum, Pum pum, y después era así como Tan, tan tan, Tan, tan tan, Tan, tan tan.- tarareó. Adrián ponía cara de no entender nada de aquel despropósito rítmico, aquella mano de ochenta y pico otoños, tan arrugada, tan quebradiza y temblorosa no podía acompañar un tarareo tan alegre, y, sin embargo, Lucas asentía de nuevo como si escuchara la música.

-Lejana tierra mía, bajo tu cielo, bajo tu cielo quiero morirme un día…- empezó a cantar para sorpresa de Don Antonio y Adrián. ‘Eleee’ se pudo oir desde el dormitorio. La enfermera Valle recogía unas cosas mientras ellos aguardaban.

-No. ¿Quién habla de Gardel? Hablo de tocar un vals como Goodman, como Prima. Ellos tocaban de todo también, lo amoldaban a su swing - volvió a recalcar la palabra.-Y eso queríamos hacer nosotros.

-Y oír el canto de oro, de tus campanas que siempre añoro- continuó cantando Lucas.

-¡Que no! Que no hablo de Gardel.

-Bueno, bueno- interrumpió Adrián - ¿entonces esa noche qué ocurrió?

-Aquella noche - dijo Don Antonio de vuelta a un tono serio - conocimos a Vicente. Bailando con Elvira nuestro Vals del Minuto.

-¿A quién?- protestó Adrián.

-A Vicente, el Arroyo. Así le llamaban entonces, simplemente Vicente.

-Vicente Arroyo - murmuró Lucas.

-¡El Perla! - apuntilló Valle al tiempo que salía de su dormitorio con cajas y bolsas.- Que en paz descanse.

[...]

miércoles, 2 de junio de 2010

El Asilo XI: EL Perla (57 años antes).

[...]

-Pues yo creo que Isidro Lángara era el mejor - objetó el soldado.

-Doscientos ochenta y un goles en doscientos veinte partidos. Ascendió al Oviedo y fue pichichi tres veces seguidas. No era malo.

-Pues sí que lo sabes todo. ¡Eso es afición joder! Yo escucho los partidos por la radio en la cantina, como todos, y no te imaginas cómo me jode que venga el capitán y no podamos celebrar los goles. ¿Un cigarro?

El soldado le hablaba desde fuera, de espaldas en el lado de la puerta. Nunca entraba salvo para cigarros y cerillas. Aprovechaba esos momentos para verle de cerca. Le miraba siempre coger el cigarro con parsimonia y encendérselo con gusto. Pero rápidamente volvía a su posición, sobre todo después de que el sargento le sorprendiera enseñándole fotos de su familia. El soldado hablaba a espasmos, para escapar de los incómodos silencios de aquella garita calurosa perdida en la nada. Hacía un ruido molesto con el cerrojo de su fusil por puro nerviosismo. El primer día apenas pudo contenerse y no dejó de insinuarle que sabía cosas de él. Y a pesar de que sus repetidas insinuaciones eran ignoradas con desprecio, los siguientes días continuó con cada rumor oído, a cada cual más absurdo.

-Soy… artista. Ya te dije que no soy “La Perla” de Aragón. Te han tomado el pelo. Eso parece más bien el nombre de una jota. ¿No te parece?

-¿Artista? ¿Y qué es lo que haces? Si, como dices, no eres el Perla, dime cómo sabes tanto de fútbol entonces. Dime que hacías por estas tierras solo y con un fusil de francotirador. ¿Es verdad que tenías un contrato firmado con el Madrid?- dijo el soldado con impaciencia.

-Soy cuentista. Un simple cuentista. De verdad creéis que soy el Perla- respondió con una risa dantesca.- El Perla no es como vosotros, ni siquiera como yo. Ninguno de vosotros mirará nunca al Perla a la cara. ¿Creéis que iba a ser tan fácil? El Perla es como una paloma, algo tiene su ojo derecho que ve más que el izquierdo. ¿Sabías que una paloma puede recorrer hasta ochocientos kilómetros en un solo día? Él puede estar aquí ahora y mañana estar en otro país. - Su voz se extendía orgullosa viajando por las ramas de aquel agreste paraje, una cárcel sin muros para un guardia que temía más la guerra por los periódicos y los boletines de guerra que por haber visto morir a alguien a medio metro.- ¡No, por supuesto que no lo sabes! Algo le huele en el pico a la paloma para que nunca se pierda. El Perla os encontrará antes de que le encontréis a él. Sois todos unos bastardos. ¡Unos bastardos muertos!

El soldado entró en la garita y agarrando su Mosin-Nagant como un remo golpeó en la cabeza al preso que cayó boca abajo. De nuevo la sangre fresca brotó sobre la seca. El preso apenas intentó siquiera retorcer su dolor y perdió el conocimiento. El soldado salió fuera y recuperó su posición. Aún quedaban horas para su relevo. El sonido de las ramas agitadas le impedía escuchar su respiración y a cada ratito volvía su cabeza para ver si se despertaba.

Lo pillaron seis días antes dormido bajo un sombrajo hecho con el fusil M. Nagant del que se había apoderado y una vieja camisa. No causó la impresión que esperaba después de las leyendas que se extendían sobre él por los andenes del metro de Madrid, donde se refugiaban miles de personas. No era ni tan fuerte como lo imaginaba, ni tan fiero, ni tan rudo. Sólo era algo siniestro, o un poco raro al menos, como lo describían las lenguas enteradas de cada cantina, de cada cuartel, o de cada callejón que se hiciera eco de su cada vez más heroica figura dentro del bando enemigo. Su compañero de litera durante la instrucción había jurado mil veces que lo vio jugar a fútbol. Él mismo contó cosas mientras lo tenían retenido en aquella garita improvisada en medio de la sierra. Un día bajo tortura confesaba. Al siguiente se retractaba. Durante las largas horas de hambre y frío que lo llevaron a un delirio fantasmagórico escupió un sin fin de incoherencias. Dijo algo de palomas mensajeras. Que algún día condecorarían a su paloma favorita, ni más ni menos que con la Laureada Roja. Algo que hizo reír muchísimo al soldado. Al parecer las palomas tenían nombres de joyas famosas: “la Peregrina”, gritaba una y otra vez, “¡Donde estará mi Peregrina!”. Durante la tercera noche en la que su sargento, en un esfuerzo de humanidad y para mantenerlo con vida hasta que supieran su auténtica identidad, le concedió algo de agua y pan, el preso habló muchísimo. Tal vez la humedad de la lengua, o tal vez la certeza de que poco tiempo le quedaba hizo brotar un principio de lo que, con los años, bautizarían como síndrome de Estocolmo. Habló de su tierra, de su madre, de su hermano, de su profesor de latín y de su abuelo militar. De su amigo Eduardo, del Siete Lenguas y de la chica a la que había estado escribiendo cartas desde que estalló la guerra. Le habló de Shakespeare, de Juan Ramón Jiménez, de Charles Chaplin, de Velazquez y Felipe III y la perla que llevaba en su sombrero. Poco de leyenda pudo sacar de aquel individuo del que no sabía nada, aparte de que era un hombre bienhablado y culto. Incluso su imagen empezaba a desfigurarse por el deterioro físico del hambre y la tortura, bajo las múltiples capas de polvo y sangre que cubrían su rostro. Ni él, ni sus relevos, ni el sargento siquiera podía asegurar que fuera realmente el Perla. Pero allí todos le temían más que al mismísimo diablo, y muy gordo tenía que ser el pez para que el capitán viniera en persona a sacarlo del agua.

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jueves, 20 de mayo de 2010

El Asilo X: Las cinco de la tarde

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Era lunes. De nuevo las cinco de la tarde. Sebas ya estaría saliendo de su casa. Cruz le llamaban. Cada día, de lunes a viernes, Adrián tenía que esperar que alguno de sus padres llegara a casa. Su madre no llegaba antes de las seis. Trabajaba en un hotel como camarera de piso. Su padre, que trabajaba por épocas, era alcohólico. Con el tiempo empezó a preferir que se retrasara, que llegara lo suficientemente borracho como para no causar ninguna molestia, al final del día. De modo que al salir del comedor del instituto, cerca de las cuatro de la tarde, cuando todos los demás alumnos volvían a sus casas, él fingía ir a casa de su tía, como solía hacer cuando eras más pequeño, pero a la que en realidad no veía desde hacía tiempo. Concretamente desde que mandó a su padre a la mierda, a tomar por culo y a que le viera un médico. Adrián recorría el camino a casa de su tía, se detenía dos calles antes de llegar, se despedía de sus colegas o se fumaba un cigarrillo con ellos y recorría la penúltima calle hasta su falso destino. Una vez perdidos de vista sus amigos, desandaba lo andado y volvía a su casa a esperar a que llegara alguno de sus padres.

Sebas era el chico más viejo del instituto y de su barriada, el hermano mayor de Tania Cruz, la chica con menos tetas de su clase, y un hijodeputa por los cuatro costados. Cada día salía de su casa a las cinco de la tarde y bajaba con veinte duros al puesto del manco. Compraba una lata de coca cola y un cigarrillo que valían quince y cinco respectivamente. Se tomaba el refresco en los soportales de su bloque de pisos y se fumaba un porro. Una vez terminado su ritual aplastaba la lata y se la llevaba de paseo a patadas.

Aún quedaba rato para que llegase su madre y por la bronca que oyó la noche anterior sabía que su padre no llegaría antes. Apoyado sobre sus rodillas, que bailaban nerviosas al son del miedo, escrutaba los alrededores con ansioso interés. Durante la hora más silenciosa del día él solo escuchaba el continuo frotar de los pantalones y el ruido mecánico de su walkman. Los sonidos lejanos le alarmaban, por muy leves que fueran, y hacían eternos aquellos instantes de espera.

Cinco y cuarto de la tarde. En su reloj. Se oyó una lata rodar por unos escalones a las cinco y cuarto. Dos segundos más tarde una patada la hizo sonar más cercana, como cada día de cada semana. Otra patada y los ecos de la lata en los soportales aceleraron su corazón. Una última la hizo aparecer y tras ella, entre las columnas, apareció Sebas Cruz, como si nada. Como si no supiera perfectamente que estaría allí, esperando al borracho de su padre.


Adrián temblaba. El solo hecho de mirarle a la cara le aterrorizaba. Tal vez le escupiría o le pegaría una buena colleja, o le quitaría el walkman por un tiempo para hacerle rabiar como ya había hecho otras veces. O simplemente, y en el mejor de los casos, sólo le insultaría. Pero esta vez no. Sebas se acercaba con sonrisa burlona y aplomo de abusón. Se contoneaba sinuosamente. Una vez a su lado le dio con la planta de su zapato en el muslo.

-Dame un cigarro.

Adrián metió la mano en la mochila. Palpando en busca del paquete una sombra le cubrió el rostro. Había encontrado, para su sorpresa, el cuchillo que por alguna razón metió en su mochila ese mediodía en el comedor, mientras comían.

-¿Te apetece un cigarro?- dijo el director Pedro Argenta colgando el teléfono y sacando al chico de su ensimismamiento.- Prefiero que fumes conmigo a que fumes a escondidas, pero no se lo digas a nadie - bajó la radio.- ¿Quieres o no?
-No, no, no - dijo Adrián reaccionando de golpe.- Me tengo que ir. Acompaño al Chiroba. Dice Don Antonio que te dejes de autobuses, que hace mucho calor. Víctor quiere que la acompañe al macro, pero primero quiere que te pida permiso. ¿Puedo ir?

-Vas a perder la tarde.

-Ya he recogido el comedor. Dice Valle que esta tarde se queda ella a cuidar de Elvira. Emilio se queda. El Perla también. Pero los demás salen a echar una partida y quieren cenar allí, por una vez, para que Víctor no tenga que ir a comprar y que podamos ir a verlo con...

-Un momento, un momento, ¿sabes por qué le llamamos así?
-¿A quién?

-Al Perla.

-Claro, no la voy a saber con todo lo que cuenta el colgado este.

-¿Quién?¿Don Antonio?- preguntó riendo.

-Sí.- dijo Adrián también riendo. Era lunes. A las cinco de la tarde. Las cinco de la tarde en aquel reloj que colgaba. Adrián reía.
 [...]

martes, 4 de mayo de 2010

El Asilo IX


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Don Antonio había vuelto de su paseo y se disponía a comer. Solía recorrer ritual y parsimoniosamente las calles de aquel barrio tranquilo. Entre sus paradas habituales estaba el estanco, donde ya no compraba tabaco sino sobres y sellos. El parque era otra parada habitual, allí se sentaba a estar sólo, como hacía en su balcón, conocía algunas familias que por allí paseaban pero casi nunca hablaba con nadie. No era un viejo charlatán como el chico había insinuado. Pero era cierto que si se le daba la oportunidad de hablar, si alguien, correspondiendo a su simpatía y buena disposición, le daba pie a explicarse, a contar algo, o a dar su opinión sobre cualquier cosa, él la aprovechaba para marcarse un discurso. Don Antonio gustaba de contar anécdotas, historias o fábulas de todo tipo que llegaba a escenificar tan solo con la amplia gama de mohines que su cara de mil leches posibilitaba, una asombrosa capacidad para captar la atención de sus oyentes; espectadores en algunos casos. Las reacciones que provocaba eran dispares. Sus palabras no molestaban ni aburrían a nadie, pero era habitual que la gente no supiera qué responder, unas veces por asombro, otras por incredulidad, por miedo a meter la pata, y otras simplemente por no tener nada que decir comparable a las inverosímiles cosas que contaba aquel Don Antonio Bermúdez Haya.

Otra parada habitual era la taberna La Almagra, donde no faltaba a su cita con el fino y las aceitunas rajadas antes de volver a la residencia para almuerzo. Allí participaba en la vida del barrio y era bien conocida su personalísima forma de hablar, su lenguaje camaleónico. Incluso algún parroquiano le llamaba alegremente poeta o sabio con tanta burla como respeto. Pero si se le preguntara a la taberna al completo por lo que creían que era o había sido Don Antonio, no habría dos respuestas iguales. Algún jovenzuelo recién licenciado aseguraba que era militar retirado, alguien dijo una vez que era político o abogado, o tal vez profesor, otro que un verdadero poeta, y el dueño de la taberna siempre creyó que era simplemente un heredero.

Se decía también que estaba loco, pero sin desprecio. Un loco de los que no entrañan ningún peligro salvo la ofensa. En ocasiones se le imitaba. Incluso algunas veces hasta se discutía cómo se le debía imitar. Que si levantar el dedo por encima de la cabeza como si estuviera a punto de descargar un rayo, que si reír estrepitosamente, que si levantar una ceja, luego la otra. La verdad es que nadie creía la mitad de lo que decía, pero tampoco nadie dejaba de escucharle. Quien conocía sus historias las repetía al que preguntara por él, pues a falta de un solo dato que se supiera cierto era mejor avisar, aunque solo fuera por cortesía, de las rarezas de aquel anciano. Como el que señala a un loco o a un rarito. Esas cosas estaban a caballo entre la fantasía delirante y el humor absurdo, como que nació de una reina del sur o que venía de un pueblo fantasma. O por ejemplo, y para imitarle, muchos usaban su “yo siempre he sido el hombre con más suerte del mundo”.

-Bueno cuéntame. ¿Cómo se llama?

-Adrián Castejón Heredia - dijo orgulloso de haber aprendido la lección.

-¡Tú no idiota! ¡Ella!- dijo señalando de nuevo a su brazo.- ¡La princesa!- Adrián puso cara de amargor.

-Ah, ella…se llamaba Cristina.

-¿Se llamaba?

-Bueno se llama, es que ya no estamos.

-¿Ya no estáis…qué?

-Juntos.

-Que ya no sois novios.

-Eso- dijo Adrián con cierto dolor.

-Vaya, lo lamento.- Don Antonio empezó a prepararse la comida, colocar el pan, ordenar cubiertos.- A mí también me dejó - dijo señalándose el pecho. Adrián quiso preguntarle de quién hablaba pero rápidamente entendió a qué se refería y prefirió no seguirle el juego. Volvió a creer que le había tomado el pelo con lo del tatuaje.- ¿No quieres saber por qué chico?

-No.

-¿No? Vaya, pues te haría gracia.

-Eso ni siquiera es un tatuaje- dijo Adrián en un sorprendente tono acusador.- Y no me tragué ni una palabra de todo lo que me contó. No me creo lo de la tia esa y los mil y pico besos.

-Mil trescientos cincuenta y dos- corrigió Don Antonio.

-Da igual, ¡no te quedas conmigo!

-¿Por qué no?- dijo Don Antonio fingiendo estar ofendido.- Te han dicho que me invento historias, ¿verdad?

-No me han dicho nada. Eso es todo una mierda, mentiras.

-¿Mentiras? - gritó Don Antonio mirando a Adrián directamente a los ojos.- ¡Yo no cuento mentiras! - El chico sintió un nudo en la garganta al retirarle la mirada.- Pero tienes razón - dijo con una mueca siniestra.

-¿Qué?

-Que tienes razón.

-¿No es un tatuaje?

-¡Claro que es un tatuaje!¡Ella! Ella no era una princesa.- Adrián no entendió nada.

-¿No?

-No.

-¿Entonces?

-¡Era una bruja! - y soltó una carcajada. Adrián, nervioso, rió de la sorpresa.

El viejo se puso a comer con una sonrisa voraz y dejó de prestar atención al chico. Este vio que Don Antonio se concentraba en la bandeja y no quiso preguntarle. Dejó que el viejo riera y comiera a gusto y se dispuso a mirar por la ventana hasta que terminase de comer. Adrián dudó de que lo que contaba el viejo fuera cierto. Todo lo que decía parecía fruto de una divagación senil. Le observó comer pensativo y reparó en su aspecto. Tenía el pelo canoso y enramado. Unas entradas arrugadas que le hacían la frente infinita y unas cejas pobladas con algunos pelos tiesos y rebeldes. Pelos en las orejas, por dentro y por fuera de la nariz, y una barba de tres días color gris áspero que brillaba cuando le daba la luz directa. Tenía arrugas que le cruzaban la cara y una boca grande y dentona que exageraba su expresividad. No obstante, cuando quedaba serio tenía un semblante soberbio y señorial, pero se le quedaba una mirada de extraviado que hacía pensar a cualquiera que era mejor no molestarle. Adrián se preguntaba una vez más qué hacía allí con aquel tipo, porqué lo dejaban sólo tan a la ligera, pero Don Antonio ya había terminado su almuerzo y estaba a punto de quedarse dormido.

-¿Don Antonio?

-¿Qué?

-¿Por qué te dejó? - El viejo hizo un esfuerzo visible por entender de qué estaba hablando el chico. Frunció el ceño primero y finalmente sonrió enseñando toda su admirable dentadura.

-¿Que por qué me dejó? ¿Que por qué me dejó? - dijo arqueando las cejas y levantando el dedo por encima de la cabeza como si fuera a descargar un rayo - ¡Me dijo que era muy besucón! - y rió estrepitosamente con diversión.- ¡La muy bruja!
[...]

lunes, 26 de abril de 2010

El Asilo VIII: El chungo del bajo izquierda.

[...]
Adrián ya pensó en la fuga en otras ocasiones. Sobre todo al principio, cuando aquellos Don Antonio, El Perla, El Chiroba, Emilio, Pedro, La Virus, o cualquier otro anciano de la residencia le producían una insoportable y nueva sensación de desamparo. Prefería el desamparo conocido de su propio hogar. Ahora no existía tal sensación, pero existía algo que sí era realmente nuevo para él: la abstinencia. Sus precoces adicciones le pasaban las primeras facturas. Necesitaba fumarse un porro y, habiendo desechado la idea de fugarse, decidió hacerlo en la residencia, a escondidas.

La primera fuga que intentó en su vida, recordó mientras fumaba, fue cuando aún su “asecnirp” era su novia. Se fueron a un local. Hicieron el amor. Ella lloró. El se preocupó. Hicieron planes para conseguir dinero, cada uno por separado, reunirse de nuevo allí y largarse a otro lugar. Hablaron de criar el niño, solos, sin la aprobación ni la ayuda de sus respectivos padres, o lo que quedara de ellos. Hablaron de llamarle Jesús o Macarena. Hicieron el amor de nuevo y, tras largas horas de indecisión silenciosa, se pusieron manos a la obra.

Ninguno volvió. A ella la sorprendió su hermana hurgando en los cajones de la abuela. Un chivatazo propio de una hermanita de diez años. Una pifia. Una decepción. Una vergüenza que pudo con ella y la obligó a confesar a su compungida familia, entre llantos, que se había quedado embarazada y que el dinero era para abortar. Algo que tenía claro incluso cuando mentía a Adrián diciendo que también quería tenerlo, incluso que le hacía mucha ilusión tenerlo.

A él le pillaron. Atraco a mano armada (iba mucho más en serio) con amenazas y agresión. Una pena, un fracaso y un lamentable error que cambiaría su vida para siempre, que le marcaría como a las vacas el hierro doliente. Desde entonces, apartado como un leproso, señalado como un maldito, todo lo que no quería era ser él. Ser el que intimidaba a todos y cada uno de los chicos del barrio. El que meó en la papelera de la clase de tecnología. El que prendió fuego a la falda de Doña Rosario. El que pillaron palpando a la hija pequeña de la vecina de arriba. El que se tiró un pedo en la cara de la profesora de música. El que se fumó un porro en el confesionario mientras el cura daba catequesis al resto de alumnos o el que se hizo una paja para después limpiarse la mano con el hábito de Sor Milagros. Ser el chungo del bajo izquierda, el que atracó el videoclub, el que pegó a un poli, el que puso un cuchillo en el pecho a una madre embarazada. El que acabó haciendo lo que todos esperaban que hiciera: cagarla. Eterna primera vez la adolescencia, como si el amor no diera hijos, como si hacer daño a los demás no fuera hacerse daño a uno mismo. Como si vivir e imaginar fueran lo mismo, como si existieran las segundas oportunidades.

Una sombra silenciosa apareció de la nada. Adrián intentó esconder el canuto y aguantar el humo.
-Te pillé - dijo el Perla.- No sabes ni esconderte chiquillo.
[...]


sábado, 17 de abril de 2010

El Asilo VII


[...]
-Ya te dijo Lucas que era un poeta. Y es verdad que lo era, de los grandes poetas, no de los que están en los libros, si no de los que te hacen temblar cuando están a tu lado. De los que te hacen tragar saliva.

-¿Es verdad todo lo que dicen de él?- preguntó Adrián.

-¿Y qué importa eso?

-Es que no lo parece. Bueno es que es difícil imaginárselo de joven.

-¿Te imaginas a ti mismo de viejo?- preguntó Don Antonio. El chico, que después de algunas tardes con él sabía que no importaba cual fuera su respuesta, solo hizo un gesto negativo. La única imagen que se le vino fue la de su tatuaje de “asecnirP” deformado por los años como el de su pecho.

-Tampoco imaginaba yo que Lucas llegara a ser tan viejo, como mucho que viviera hasta los sesenta, no más. Él siempre quiso morir joven. O eso creo. Nunca conocí en mi larga vida, y eso que yo he conocido a mucha gente, incluso he tenido la suerte de conocer a muchas personas maravillosas, porque yo siempre he tenido mucha suerte. ¿Te conté aquella vez que encontré una pulsera de oro? Bueno eso es otra historia. ¿Qué estaba diciendo?- Adrián resopló levemente- ¡Ah, sí! Que jamás conocí a una persona con tanto… no se cómo decirlo, es difícil, con tanto….con tanto desprecio por el miedo. Por los miedicas. Que se yo. Tanto desprecio por el ridículo del miedo. No se si me entiendes - Adrián le había entendido a la perfección, pero solo le miraba fijamente -Ahora eso sí, qué arte tenía, qué mano con las mujeres, ¡qué don tan preciado le dio el señor! ¡Tenía a Cupido en la lengua! – Adrián rió a carcajadas, lo único que sabía de Cupido era que cada año un chico del instituto se disfrazaba con peluca rubia y un arco colgado a la espalda para repartir las flores y las cartitas que los alumnos se enviaban en supuesto secreto el día de San Valentín. Se le vino en mente la imagen del primer chico que vio vestido de gilipollas y automáticamente después la imagen de Lucas, joven y con peluca rubia.

-Pues ahora sí que lo imagino- dijo entre carcajadas.

-Una vez, durante las ferias, éramos muy jóvenes, bueno él no tanto pero yo sí, le dije a una muchacha que pasaba, arrancado de valor, que era más bonita que un Madrid-Barça. -Adrián rió - Pues el muy listo le dijo, con todo lo que me costó a mí atreverme, y eso que conseguí que la chica sonriera, le dijo que nada de eso, que era más bonita incluso que un Madrid 5- Barça 0. Claro la chica, que era de corazón merengue se deshizo en miraditas con él.

-Te la levantó- rió Adrián.

-Bueno yo era un niño y él era un hombre- dijo Don Antonio salvando el orgullo. - Pero él tenía talento. Las enloquecía a todas, era bueno con las palabras. Una vez hizo un poema y se lo envió a una chica.

-Los poemas son esas cosas cursis que vienen en los libros que hay que contar, ¿no?

-Se dice escandir.

-¿Espan qué?

-Escandir coño.

-Ah.

-¿Es que no te gustan los poemas?

-No lo sé.

-¿No lo sabes?- Adrián sabía que se empezaba a mosquear.

-Sí, no, no sé. Me gustó uno de una nariz pegada o algo así.

-Sí algo así. “Érase un hombre a una nariz pegada”.

-¡Ese!- gritó Adrián sorprendidísimo de que lo conociera.

-Pues el de Lucas te hubiera encantado. Yo lo vi, era precioso. Era para una chica y era enorme.

-¿Lo recuerdas?

-Sí, cómo olvidarlo, era precioso y enorme, muy enorme. Lo envió a su casa. ¿Cómo se llamaba ella?

-¿Enorme?

-Enorme.

-Los que leen en clase también.

-¡Ah! Pero este no se leía.

-¿No?

-No, no. Lucas hacía poemas, no los escribía. Ya te lo he dicho antes - dijo en tono acusador. Adrián le miraba con resignación, sabiendo que no podía rechistar nada de lo que dijera-.Y ese que hizo le quedó de maravilla. Precioso y enorme – repitió Don Antonio levantando las cejas exageradamente - Se lo envió a la chica, pero el tonto antes de llegar a casa de la chica, creo que se llamaba…no lo recuerdo, se perdió. Antes de llegar se perdió por ahí. Y claro al principio estaba bien, con sus versos en orden y sus rimas. Pero de tanto dar vueltas por ahí fue perdiendo las sílabas, los puntos y las tildes. Yo lo sé porque el poema entró en la tasca donde yo estaba, y copita a copita, sabiendo que aquel poema era de nuestro amigo Lucas, lo emborrachamos entre todos. Con la primera copa se tildó de nuevo, pero acabó lleno de mayúsculas y de signos de exclamación. Y, al final, ni poema ni nada, ¡aquello era una birria! ¡Con lo bonito y grande que era!

-¿Grande?

-¡Enorme!
[...]

jueves, 8 de abril de 2010

Las Solas



Un paso, otro,
paseando palabras.
Ellas, las solas.

martes, 23 de marzo de 2010

Desmemoria





Cuando te olvide
aun recordaré
como sientes.

jueves, 4 de marzo de 2010

El Asilo VI (Pedacitos)



[...]
Lucas contó, entre partida y partida de dominó, que su vida había sido apasionante. Lo contó a poquito a poco, riéndose, deleitándose con las mentiras de su memoria. A sus noventa años vestía siempre chaqueta y corbata, llevaba siempre una rosa roja en la solapa y un bastón viejísimo con la empuñadura roída.

-Yo fui siempre un poeta - dijo riéndose - pero gastaba susurros de tinta y cuello de mujer de papel. Con palabra y sonrisa fui un buen seductor-"¡Cuéntale, cuéntale!" gritaron lo demás. Lucas habló. Habló de la Marquesa, la siciliana, Doña Agustina, la Virus y la feriante de Bobadilla. Todas ellas historietas encantadoras de saltabalcones, amores platónicos y romances fugaces."¡Cuéntale lo de la manca!" gritó alguno, pero Lucas contaba lo que le daba la gana y, mientras tanto, ganaba.

-Todo lo que cuente- siguió con su acento sospechosamente sudamericano - puede ser más o menos cierto, pues ya recuerdo lo que quiero, pero jamás olvidaré ni un sólo detalle de la primera vez que me enamoré. Se llamaba Berta. Berta era...maravillosa simplemente, maravillosa. Tenía todas las virtudes de una moza sana y hermosa. Yo apenas tenía 19 o 20 años y ella debía ser algo menor. Berta y yo nos amamos, nos amamos mucho. Yo la amé más que a mi vida. Pero hasta eso no basta y ocurrió algo que me partió el corazón, que me lo partió en mil pedacitos, en miles de pedacitos que ya jamás podrían remendarse.
Así que tuve que tragar todo aquel dolor, toda aquella soledad y continuar con mi vida. Han pasado ya 73 años desde que mi corazón estalló y he pasado todo este tiempo gastando esos pedacitos que me quedaron. Cada día cogía uno y lo gastaba con la muchacha mas bella del lugar, o con algún piropo a la de ojos claros, o a la de andares graciosos. Un pedacito: una caricia; un pedacito: un beso, así funcionaba. De este modo gasté todos y cada uno de los escombros que habitaban mi pecho.

"¿Todos?" preguntaron. Alguno secundó con un gesto.
-No bueno, todos no.- Y le invadió una sonrisa que se estaba guardando sólo para ese momento. Dándose unas palmaditas en el pecho dijo- Me quedó uno que reservé, que es el que me mantiene con vida.

La simpatía de aquel anciano inundó sus ánimos para mucho tiempo. Y aunque la historia ya se había olvidado para el mediodía, aquella misma tarde Lucas Gregorio Constantini salió de paseo. Recorrió un par de manzanas y cogió un taxi.

"Al cementerio por favor"

Ayudado por su bastón llegó a la tumba que buscaba.
-Perdóname- dijo frente a ella- Perdona que me resistiera a morir contigo. Es que no supe morir de pena. Pero ahora ya que muero de viejo quise venir a avisarte para que te pongas guapa allá donde me esperes- Y sacándose la rosa de la solapa concluyó- Aquí te dejo el último pedacito del corazón que siempre fue tuyo. Te lo estuve guardando.- La rosa cayó a la sombra de la lápida y Lucas regresó a la residencia a terminar de morir la vida. En la lápida podía leerse: "Berta Antón Valdivieso 1913-1930."
[...]

sábado, 20 de febrero de 2010

Noches buenas y buenas noches

Me gustaba. Parecía maravillosa y yo quería creerlo. Aquella noche la impaciencia por vivir otro momento inolvidable a su lado me jugó una mala pasada. Estaba excitado y feliz al fin y al cabo, y se me notaba por los cuatro costados. Creí que me dolería reconocer una cosa así, pero lo necesitaba, necesitaba un motivo para ser feliz. La necesitaba a ella y a su risa. Tal vez eso fuera lo maravilloso.

Al principio todo fue bien. Comimos, bebimos y después hablamos. Hablamos de todo y nada. Con gestitos, carantoñas, de todo un poco. En un momento dado me recordó, porque yo ya lo sabía, que odiaba el fútbol, que lo detestaba. Después de divagar sobre música y cine conversamos sobre algunos artistas.

Habló de una escritora que se ahorcó con los cordones de sus zapatos, Sarah Kane creo recordar. Tal vez hablara también de algún que otro músico, no recuerdo muy bien. Ella dijo que el suicidio le atraía mucho o algo así. Yo quise mantener la calma. Que tenía algo que le gustaba, dijo ella coqueta. Algo me dijo que había vivido un suicidio de cerca. Tal vez lo estaba pensando en ese momento, no lo sé, pero yo bajé mi manga hasta el reloj disimuladamente. Puede que no se diera cuenta pero después de unos segundos de silencio bastante incómodos solo se me ocurrió una cosa para decir:

-Pues si este año no ganamos el mundial me pego un tiro.

Tal vez se hubiera reído.

lunes, 15 de febrero de 2010

El Asilo V


[...]
-Dejá de joder - decía de vez en cuando Lucas - no hace trampas, hace pipi, carajo. Perdés porque sos muy malo.

El Chiroba, a regañadientes, asentía y callaba, pero con sus manos continuaba tapando las fichas cada vez que Arroyo se levantaba para ir al baño. No le gustaba perder pero, por lo que Adrián pudo comprobar durante toda aquella tarde, debería estar acostumbrado. No llevó la cuenta de las partidas que jugaron pero la pareja Don Antonio-Chiroba no ganó ni una sola. El Perla y Lucas parecían dos adultos pasándose una pelota que dos niños trataban de alcanzar en vano. Excepto la historia que ahora contaba Lucas, ninguno hablaba salvo para maldecir a su propio compañero, concretamente Don Antonio y el Chiroba. El chico dedujo por sí solo que las parejas eran absolutamente invariables y que Lucas era invencible en su juego. Sólo la suerte de las fichas podía avocarle inevitablemente a la derrota, pero alguna mano aislada. El Perla también era buen jugador, pero sólo Lucas soltaba una pequeña risa, casi imperceptible, cuando al ver las fichas que jugaban sus contrincantes ya sabía que la victoria era suya. Después de esa risita inaudible preparaba las fichas antes de que llegara su turno. Veía en su mente la partida al completo. Adrián siempre había creído que era un juego sencillo. Pero comprobó que sólo era sencillo para él, como un juego de niños. Don Antonio no parecía ofuscarse con la estrategia, aceptaba como un caballero la supremacía de la otra pareja. El Chiroba lo llevaba peor.

Lucas Gregorio Constantini, a sus noventa años, jugaba como dios y se permitía el lujo de contar historias mientras sus contrincantes pensaban las fichas. Pero él nunca hablaba sin más. Lucas dictaba sentencia. Lucas derramaba su alma en cada cosa que contaba. Sin desperdiciar una sola palabra, sin quedarse a medias tampoco. Daba énfasis a su lenguaje vulgar y soez con una interpretación poética, haciendo creer a veces que hay una sola manera para decir ciertas cosas.

-Ya nos habíamos peído bajo las mismas sabanas mucho antes de darnos un beso. Mucho antes de amarnos los cuerpos – soltó de buenas a primeras - Eso une mucho chico. Esa confianza, ese pedo, es el sonido de la soledad rajándose de arriba abajo.

Cada vez que hablaba de uno de sus amores se le dibujaban unos trazos de sonrisita pícara entre la papada y los mofletes caídos. Dijo que aquello le mantenía con vida. Encontrar tesoros, dijo, encontrar recuerdos en su memoria que le hacían vanagloriarse de haber tenido una vida rica y sabrosa.

-En la vida quedarás sin palabras miles de veces – advirtió. – Más cuando se trate de mujeres, de amores. No fuerces, no quieras decir lo que no merece la pena. En mi vida por ejemplo, en mi cabeza, tan importante es recordar algunos pedos como algunos te quiero. Y como recuerdo la voz de mi madre al llamarme por las mañanas, desde la salita, recuerdo también el olor de sus pedos. ¡Qué paz se respiraba a su vera! ¡Qué soledad se me agarra cuando recuerdo esos pedos!

Eran de ella, la que había decidido olvidar tantas veces. Ni sus cercanos, ni sus eternos, ni sus familiares, ni sus viejos diarios, ni un solo objeto bien conservado podrían probar su existencia. Sin ningún motivo, y con un poco de propósito, la había arrinconado en la historia de su vida. La historia que sólo él podría contar. De ese modo la historia que no tenía testigos dejaba de ser historia para ser cuento. Aunque solo sea un cuento de pedos.
[...]

martes, 9 de febrero de 2010

Flores

A la sombra de mi amor nacieron tres hermosas florecillas. De la misma tierra brotaron: la pasión, el olvido y el perdón.

viernes, 5 de febrero de 2010

Destinos

Cuando colgó el teléfono a su madre tiró el celular contra la pared y se encaminó hacia el retrato que le había hecho en sus días felices, desnuda, y que aún mantenía en su sitio reservado. Lo rompió sin tan siquiera mirarlo. Conforme sintió el lienzo rajarse alrededor de su brazo, un sentimiento de culpa y arrepentimiento le vino mezclado con la furia. Al sacar el brazo de la tela buscó inútilmente su rostro, su cuerpo, con lamentable esperanza de que al menos una parte de él hubiese quedado intacta. Intentó juntar los jirones buscando la sonrisa y la mirada que él mismo se había afanado en inmortalizar. Tardó unos instantes en aceptar que el único recuerdo que le quedaba de ella había quedado reducido a hilos de colores.

Destrozó todo su apartamento. Repisas, cuadros, platos y sillas. En tan solo un minuto redujo a escombros todo lo que tenía. Su madre tenía razón. Aquella mujer le había arruinado la vida. Lloró. Lloró hasta que todos y cada uno de los músculos de la cara se le cayeron a plomo, dejando su rostro inerte, fantasmal. Pasó lo que quedaba de tarde y la noche entera tumbado en su cama, incapaz de imaginarse a si mismo al día siguiente, a la semana siguiente, pasado un mes o un año. Todo lo que veía eran ruinas. Ruinas de si mismo, abandono, soledad y culpa. Al abrir los ojos por la mañana no quiso moverse de la cama. Ni tan siquiera se giró sobre si mismo para no ver el destrozo que había hecho. Pensó en volver a Sicilia, dalla sua mamma, pensó en abandonar Córdoba, Andalucía, España tal vez.

Una constante de agua irrumpía en la quietud de su apartamento. No era lluvia. Imaginó a la vecina regando las macetas pero el chorro era monótono y estático, aparte de que no había cesado la lluvia en las últimas tres semanas. Imaginó un grifo abierto o roto por la furia desatada el día anterior. Trabajosamente se levantó de la cama. Hacía tanto frío que se llevó el edredón consigo. Con pasos cuidadosos fue evitando cristales y apartando objetos. No era dentro. El chorrito venía de fuera. Fue al salón para asomarse por la ventana. Un pequeño efluvio de agua caía por el colector. Pero no llovía, nevaba. Infinitos copos de nieve caían parsimoniosamente, con delicada cadencia. Abrió la puerta de casa de par en par y, dejando caer el edredón tras de si, salió al patio, abrió los brazos y dejó que la nieve besara todo su cuerpo.

Edmondo Piazza no había visto nevar en toda su vida. Aquel día sintió que el cielo, las nubes y el mundo entero le daban una palmadita en la espalda. Que el destino, en definitiva, le guiñaba un ojo solo a él. Hacía demasiado tiempo que no se sentía feliz sin ningún motivo y hacía cuarenta y siete años, según los periódicos del día siguiente, que no nevaba en la antigua capital de Al-andalus.

miércoles, 20 de enero de 2010

El Asilo IV

[...]
Pasó un buen rato hasta que ocurriera algo. Un viejecito asomó la cabeza por la entrada principal. A este no le había visto antes. Dio unos pasos por la terraza en dirección a las sillas del otro lado de la puerta. Andaba encorvado, a pasos cortos. Adrián pudo ver que usaba auricular y dedujo que sería un poco sordo. Se detuvo para sentarse. El rostro demostraba concentración, la concentración necesaria para mantener el equilibrio, calcular las distancias, asegurar cada paso y cada movimiento, ahorrar esfuerzos y disminuir riesgos. Pero justo cuando se disponía a agachar el culo para sentarse vio al chico que le observaba desde el otro lado. Se quedó con el culo en pompa unos instantes, sonrió al chico, recuperó la verticalidad haciendo rechinar sus bisagras y sin dudarlo un segundo se encaminó, lentamente, hacía donde estaba el chico. Sin dejar de sonreír tomó asiento, con la misma prudencia, a una distancia discreta de Adrián. Algo que el chico agradeció para sus adentros.

-No te he visto yo antes - dijo el viejo. Adrián ni siquiera asintió con la cabeza, pero su expresión coincidía con la del viejo.- Me dijeron que viniste ayer. Y que dormiste como un cachorro mamado. Estuvimos abajo en el salón y no apareciste. Estuvimos en el salón esperando. Hoy hace bueno. Yo siempre vengo aquí después de comer. O voy al salón a ver los toros. Si hay, si no hay no voy. O voy al cuarto a dormir una siesta. O los lunes, que como poco, o los martes, que a veces tampoco como mucho, me doy un paseo por el jardín. O me vengo aquí, como hago siempre. Te llamas Adrián ¿verdad? Yo me llamo Eduardo, pero me llaman “el Chiroba”. Tú llámame Eduardo y verás qué te dicen. Tú llámame el Chiroba, porque si me llamas Eduardo nadie me conocerá. Así que si preguntas por mí, pregunta por Eduardo y te dirán que soy el Chiroba. Ya lo verás.-Adrián, que no había querido quitarse los cascos en señal de rechazo, bajó disimuladamente el volumen de su música para oír bien lo que no creía estar oyendo.- Me lo puso el cura de mi colegio. Me decía “tú, chirobado, que te vas a quedar chiroba perdido, siéntate bien”, y yo le decía “pero padre”, y me colocaba bien estiradito. Él no entendía, no era malo, pero no entendía. Yo ya era chirobado cuando nací y le decía “pero padre”. Y él me decía que los chiroba como yo éramos chiroba porque estamos condenados a llevar un gran peso. Y me dijo que su tío, su esposo de su tía, la hermana de su madre, que no su tío de sangre, era chirobado y tuvo que cargar con una hija ciega, su prima la ciega, la del cura. O sea que yo cargaría con un gran peso ¿entiendes? Como una prima ciega o algo así. Cosas de curas, que son muy supersticiosos. Hijo puta que mala leche tenía. Tú te llamabas Adrián ¿verdad? Yo tengo un nieto de tu edad. Se casa dentro de poco. Se casa ya mismo. Tiene tu edad, es joven. Tiene veinte o treinta años, pero me recuerda a ti. Es así…joven. Me recuerda a ti.

Aquel Chiroba extraviado era un problema para Adrián. Quería ignorarlo pero, sin duda, llevaría tanto tiempo siendo ignorado que se notaba que el viejo había aprendido a que le escucharan a la fuerza. Un pesado. Eso pensó el joven después de varios suspiros de aburrimiento. Un anciano más de la residencia que hacía gala de su senilidad. El problema era que se había propuesto no hablar con nadie, rechazar aquellas personas, aquel lugar, aquella condena absurda. Pero con un ancianito chepudo que solo decía incongruencias y que encima se gastaba cierta simpatía, su intento de subversión quedaba reducido a un vano esfuerzo por autoexcluirse.
[...]

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El Asilo III

[...]
La campanita volvió a sonar, suave y ligera. Hacía un día apacible, el calor del sol aliviaba el frescor que empapaba el aire. Ante él, de nuevo, aquella residencia extraña. Mientras alguien venía a abrirle hizo repaso. Aquel día volvió a clase, al instituto más bien. Se despertó temprano, mucho antes de que sonara el despertador, mucho antes de que el ruido cotidiano de su bloque de pisos le arrancara los sueños a base de gritos. Se quedó tendido esperando a la mañana mientras rumiaba las cosas que se le venían encima ese mismo día. Volver a entrar en su propia clase. Reencontrarse con aquellos no pocos compañeros con los que salía y ganduleaba de parque en parque y de tarde en tarde. Volver a enfrentarse a los profesores, a los que en su mayoría había insultado a la cara en los últimos tres meses. Volver a ser quien era, en definitiva, algo que le dio miedo por primera vez en su vida. Pensó en los días antes del atraco. Recordó que no había imaginado nada de lo vivido después. Recordó que había pensado en los detalles. Había imaginado la escena antes de vivirla. Llegó a creer que jamás le ocurriría nada, como con todas las pillerías y tropelías que había consumado antes de aquel absurdo atraco. El sonido del despertador impidió que ahondara en sus culpas y le obligó a levantarse de la cama, donde se hubiera quedado todo el día mirando el techo si hubiera podido. Tan solo con tocar el suelo con los pies la ansiedad empezó a apoderarse del chaval.

Recorrió su camino habitual al instituto, cuando iba. Caminaba mirando al suelo. Sólo alzaba la vista con miradas expeditivas a su alrededor. Cuando llegó a la esquina de La Victoria entró en la tienda de la Juani a comprar sus “martinitos” de cada mañana. Haría dos meses que no pasaba por allí. Al entrar la Juani y su madre le dedicaron una mirada muy larga y una sonrisa muy corta. Merche, la madre, que siempre hablaba de médicos o de ofertas, le contaba a la clienta que esperaba su turno que la cola del médico era “exagerada” y que como “las cosas estaban como estaban” ella tenía que andar levantándose “antes que el gallo” para poder abrir la tienda a su hora. El resto de clientas, todas señoras, al ver que la Merche miró al chico de aquella manera se giraron para ver quien había entrado. Merche hizo una larga pausa, tras la cual todas las cabezas volvieron hacia delante y nadie dijo nada. Mientras, la Juani continuaba pesando y anotando cifras en sus cuadrillas perfectamente cortadas a mano. A Adrián le venían malas ideas a la cabeza. Allí todas ya habrían rajado de él hasta olvidar porqué lo hacían. Y sin duda en cuanto saliera de allí retomarían los mismos cotilleos y los mismos rumores con el mismo dramatismo que el primer día, cuando la noticia inundó el barrio por primera vez y se extendió como se extendían los piojos en el cole, o casi. La boca se le abrió en un síntoma claro de ansiedad. Giró sobre si mismo y puso un pie fuera.

-¿Qué querías?- dijo la Juani con cuatro martinitos ya en la mano.

Adrián vio cómo la Juani dejaba los dulces sobre el mostrador. Las señoras volvieron de nuevo sus cabezas hacia atrás, haciendo de la escena un espectáculo titiritero, y ante la duda del chico le hicieron un hueco improvisado que se transformó en un pasillo cruel. Cogió los martinitos, dejó veinte duros y antes de volver sobre sus pasos encontró los ojos de la Juani que le miraban esta vez con benevolencia. Como quien ve un fantasma retiró su mirada y salió de allí con la cabeza gacha. Sólo con verse fuera recuperó el aliento. Tenía las mejillas rojas. Aquel no iba a ser un buen día y eso él ya lo sabía. Pero Adrián no estaba acostumbrado a tener buenos días.
[...]

viernes, 6 de noviembre de 2009

El Asilo II

[...]
Se tumbó en la cama del viejo y se quedó viendo la tele. El tour de Francia pasaba por los Alpes. Quiso cambiar de canal pero el mando había quedado atrapado entre el sillón y Don Antonio. Cada minuto que pasaba recorría mentalmente su llegada a aquella residencia. Y cada minuto se lamentaba de su suerte con un meneo de cabeza inequívoco. Dejó de prestar atención a la tele y miró por la ventana. Desde la cama se veían las copas de los arboles y detrás la sierra. Poco a poco fue relajándose. Poco a poco fueron asomando a su mente imágenes del atraco que protagonizó hacía poco más de un mes. Intentaba evitarlo pero no podía, en cuanto tenía la mente desocupada de afanes inmediatos comenzaba a revivir sus últimas experiencias. Entre las imágenes que siempre le venían en mente estaban la de la dependienta del video club sujetando dos películas en alto con los dedos a modo de pinzas y con cara de “no me hagas nada”. También la del señor con bigote que asomaba la cabeza desde el habitáculo reservado para el porno. Se le venían en mente imágenes de personas apelotonadas, sin cara, moviéndose caóticamente huyendo de sus arranques de furia y espasmos nerviosos. Esta vez, allí tumbado y casi dormido, le vino en mente una imagen que no había recordado antes pero que debía haber ocurrido. Conforme asimilaba que aquello había sido real extraía detalles de su memoria, perfilando cada persona, cada rostro. Era el recuerdo de una niña de no más de tres años que, alarmada por el pánico generalizado, buscaba refugio entre las piernas de su madre, embarazada, y que a su vez trataba de tapar con la mano la carita de la niña. Esta se aferraba a los pantalones de su madre y tiraba con una fuerza impropia de una criatura tan pequeña. Su gesto se retorcía en una mueca de llanto desconsolado y de terror. Adrián ni pudo ni quiso quitarse esa imagen de la cabeza, y un sentimiento de culpabilidad que no había experimentado antes le estremeció hasta empaparle la médula. Allí abandonado, entre los ronquidos de un viejo chiflado y los comentarios aburridos del tour de Francia, Adrián Castejón Heredia rompió a llorar por primera vez desde que cometió el delito.
[...]

jueves, 22 de octubre de 2009

Confesión

Suelo evitarla últimamente. Huyo. Me ocupo en cosas que “no puedo dejar para otro momento”. Ella me busca, insiste. Quiere que le dé algo. No sé qué es, pero sé que es algo que yo no tengo. Lo sospecha, pero aun así insiste. Lógico, ella es así. Siempre paciente. Siempre comprendiéndolo todo. Siempre esperándome. Siempre ofreciéndome algo por lo que no debería tener que darle las gracias. Y eso me duele. No entiendo porqué pero ya no la quiero. Ya no la necesito. Así es. No niego que me hiciera feliz por un tiempo. Un tiempo que ahora se me antoja innecesariamente largo. Ya olvidé cuando empecé a pensar en todo esto. Quisiera decirle que ya no más, pero es inútil. Ella tampoco me quiere y ambos lo sabemos. Pero me quiere. Ahora yo vuelvo a su lado. Me espera en la cama totalmente ajena a esta confesión muda y cobarde.

-¡Soledad, si al menos calentaras las sabanas!

martes, 22 de septiembre de 2009

El Asilo

[...]

Después de cinco minutos de monologo desistió. Aquel joven era sordomudo o tonto. Antonio Bermúdez ponía mucha decisión en cada frase o gesto. Contaba con la absoluta ausencia de miedo que concede la vejez solo a unos pocos, e intimidaba a propósito a las personas inseguras. El chaval se sintió despreciado.

-Me han dicho que buscara al interno 1352.

-Ya te he dicho que soy yo.

-No sabía…me ha costado encontrarte. Como no es tu número de habitación- protestó el joven. Antonio se percató del tuteo.

-¿No se ha fijado usted que ninguna habitación tiene número?- El joven volvió a empequeñecer.

-¿Por qué eres el 1352?

-¿Cómo te llamas chico?

-Adrián.

-¿Adrián qué?

-¿Qué?

-¡Que Adrián qué! ¿Es que no tienes apellidos? Tendrás un par de ellos, ¡digo yo! ¡Al menos el de la madre que te haya parido!

-¡Ah! Adrián Castejón Heredia.

-Muy bien. Yo soy Antonio Bermúdez Haya – y le ofreció la mano para estrechársela y de paso verle de más cerca. Adrián tuvo que acercarse y estrecharle la mano. En ese momento notó que el joven tenía un tatuaje en la parte interna del brazo.

-¿Por qué eres entonces “El 1352”?- le podía la curiosidad. A Antonio le estresaba tener que evadir la respuesta, aún no la tenía.

-Déjame ver eso – dijo señalando el tatuaje. Él lo enseñó con orgullo: “asecnirP” (“Princesa” al revés).

-¿Vaya y por qué está al revés?

-Se lee en el espejo – argumentó Adrián

-Después de todo no sois tan originales - El chico no supo que responder y el viejo ganó unos instantes para fantasear.- Mira esto, fíjate bien- dijo abriéndose la camisa y mostrando el pecho izquierdo. Adrián no encontró sino un cuero con los restos de un maltrecho tatuaje que pretendió ser un rostro de mujer.- Ella era mi princesa. Todos tenemos una chico. Apuesto a que esa princesa tiene nombre y apellidos - Adrián se sonrió un poco.- ¿Cómo supiste que era una princesa?

-¿Cómo? – respondió atónito el joven.

-Sí, que cómo lo supiste. Algo ocurriría para que supieras que ella era tu princesa y tú su príncipe ¿no? - Adrián volvió a quedarse en poca cosa, culpable como si no hubiera hecho los deberes.

-Verás – continuó – yo lo supe cuando me declaré. Venía desde largo sospechando que ella sería mi princesa así que se lo pregunté. – y calló unos instantes para tirar del cebo.

-¿Le preguntaste qué? – se impacientó el chico.

-Pues que si ella era mi princesa.

-¿Y qué te dijo?

-Que no.

-¿Qué no? ¿Entonces? ¿Qué hiciste?

-Le di un beso.

-Un beso.

-Sí un beso. Y por cierto le gustó bastante.

-Pero...ella…

-Ella me empujó y me gritó algo. Y yo le expliqué “que se había equivocado de respuesta”. Ella me gritó que la respuesta estaba muy clara.Y yo, que lucía la sonrisa enorme que le arranqué de su boca, le dije que para ser princesa no tenía ni idea. “Te volveré a hacer la pregunta a ver si esta vez aciertas” le dije. Entonces respondió algo que no se me olvidará nunca.

-¿El qué?- .y el viejo sacó brillo a su mirada.

-Que si se lo preguntaba mil trescientas cincuenta y dos veces, mil trescientas cincuenta y dos veces me diría que no.

-¿Y?

-Pues se equivocó.

-¿Entonces? ¿La volviste a besar?

-¡Mil trescientas cincuenta y dos veces!¡Claro! Ya te lo dije antes. Mira chico para el que realmente desea algo un no es sólo un trecho más hasta el - Adrián tragó saliva– Ella era mi princesa y yo su príncipe. Aquí me llaman el 1352 y dicen que estoy loco. Creen que me invento las historias, pero no es verdad. Ella era mi princesa y yo su príncipe. Cada mañana al despertar le daba 1352 besos – Adrián le miraba perplejo - Sí, sí, por el cuerpo, por todo el cuerpo. Siempre en el mismo orden y sin rebesar ni un centímetro de su piel – Adrián le escuchaba con atención.

martes, 15 de septiembre de 2009

Ya se sabe que...

...el que por propio pie pierde vereda por propio pie sale del charco.