viernes, 5 de febrero de 2010

Destinos

Cuando colgó el teléfono a su madre tiró el celular contra la pared y se encaminó hacia el retrato que le había hecho en sus días felices, desnuda, y que aún mantenía en su sitio reservado. Lo rompió sin tan siquiera mirarlo. Conforme sintió el lienzo rajarse alrededor de su brazo, un sentimiento de culpa y arrepentimiento le vino mezclado con la furia. Al sacar el brazo de la tela buscó inútilmente su rostro, su cuerpo, con lamentable esperanza de que al menos una parte de él hubiese quedado intacta. Intentó juntar los jirones buscando la sonrisa y la mirada que él mismo se había afanado en inmortalizar. Tardó unos instantes en aceptar que el único recuerdo que le quedaba de ella había quedado reducido a hilos de colores.

Destrozó todo su apartamento. Repisas, cuadros, platos y sillas. En tan solo un minuto redujo a escombros todo lo que tenía. Su madre tenía razón. Aquella mujer le había arruinado la vida. Lloró. Lloró hasta que todos y cada uno de los músculos de la cara se le cayeron a plomo, dejando su rostro inerte, fantasmal. Pasó lo que quedaba de tarde y la noche entera tumbado en su cama, incapaz de imaginarse a si mismo al día siguiente, a la semana siguiente, pasado un mes o un año. Todo lo que veía eran ruinas. Ruinas de si mismo, abandono, soledad y culpa. Al abrir los ojos por la mañana no quiso moverse de la cama. Ni tan siquiera se giró sobre si mismo para no ver el destrozo que había hecho. Pensó en volver a Sicilia, dalla sua mamma, pensó en abandonar Córdoba, Andalucía, España tal vez.

Una constante de agua irrumpía en la quietud de su apartamento. No era lluvia. Imaginó a la vecina regando las macetas pero el chorro era monótono y estático, aparte de que no había cesado la lluvia en las últimas tres semanas. Imaginó un grifo abierto o roto por la furia desatada el día anterior. Trabajosamente se levantó de la cama. Hacía tanto frío que se llevó el edredón consigo. Con pasos cuidadosos fue evitando cristales y apartando objetos. No era dentro. El chorrito venía de fuera. Fue al salón para asomarse por la ventana. Un pequeño efluvio de agua caía por el colector. Pero no llovía, nevaba. Infinitos copos de nieve caían parsimoniosamente, con delicada cadencia. Abrió la puerta de casa de par en par y, dejando caer el edredón tras de si, salió al patio, abrió los brazos y dejó que la nieve besara todo su cuerpo.

Edmondo Piazza no había visto nevar en toda su vida. Aquel día sintió que el cielo, las nubes y el mundo entero le daban una palmadita en la espalda. Que el destino, en definitiva, le guiñaba un ojo solo a él. Hacía demasiado tiempo que no se sentía feliz sin ningún motivo y hacía cuarenta y siete años, según los periódicos del día siguiente, que no nevaba en la antigua capital de Al-andalus.

4 comentarios:

Irene dijo...

Qué bonito!
;)
la estúpida prisa se encargó de que no comentase la anterior vez que te visité.


Me ha gustado mucho.

Por cierto, soy tu vecina de enfrente, que no he dicho nada!

La guapa dijo...

Por donde yo vivo debería nevar. Quisiera decir un montón de cosas de su cuento. La primera es que su presencia resultó bien oportuna junto con sus textos, la otra, no tiene importancia.
Gracias y saludos.

Anónimo dijo...

gracias compadre, he vivido palabra por palabra, esos dìas......si una lagrima pudiera agradecerlo, sepas que te he dedicado unas cuantas de las que han caido.....un abrazo



Edmondo
Piazza

Anónimo dijo...

Acabas de tocarme el alma igual que con nuestra pequeña conversación de anche, confusa entre humo y ruidos... pero no por eso menos clarificadora... creo que ya sabemos más el uno del otro de lo que pensamos... felicidades por este jirón de vida y palabras... me has hecho llorar.

Esther