miércoles, 2 de junio de 2010

El Asilo XI: EL Perla (57 años antes).

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-Pues yo creo que Isidro Lángara era el mejor - objetó el soldado.

-Doscientos ochenta y un goles en doscientos veinte partidos. Ascendió al Oviedo y fue pichichi tres veces seguidas. No era malo.

-Pues sí que lo sabes todo. ¡Eso es afición joder! Yo escucho los partidos por la radio en la cantina, como todos, y no te imaginas cómo me jode que venga el capitán y no podamos celebrar los goles. ¿Un cigarro?

El soldado le hablaba desde fuera, de espaldas en el lado de la puerta. Nunca entraba salvo para cigarros y cerillas. Aprovechaba esos momentos para verle de cerca. Le miraba siempre coger el cigarro con parsimonia y encendérselo con gusto. Pero rápidamente volvía a su posición, sobre todo después de que el sargento le sorprendiera enseñándole fotos de su familia. El soldado hablaba a espasmos, para escapar de los incómodos silencios de aquella garita calurosa perdida en la nada. Hacía un ruido molesto con el cerrojo de su fusil por puro nerviosismo. El primer día apenas pudo contenerse y no dejó de insinuarle que sabía cosas de él. Y a pesar de que sus repetidas insinuaciones eran ignoradas con desprecio, los siguientes días continuó con cada rumor oído, a cada cual más absurdo.

-Soy… artista. Ya te dije que no soy “La Perla” de Aragón. Te han tomado el pelo. Eso parece más bien el nombre de una jota. ¿No te parece?

-¿Artista? ¿Y qué es lo que haces? Si, como dices, no eres el Perla, dime cómo sabes tanto de fútbol entonces. Dime que hacías por estas tierras solo y con un fusil de francotirador. ¿Es verdad que tenías un contrato firmado con el Madrid?- dijo el soldado con impaciencia.

-Soy cuentista. Un simple cuentista. De verdad creéis que soy el Perla- respondió con una risa dantesca.- El Perla no es como vosotros, ni siquiera como yo. Ninguno de vosotros mirará nunca al Perla a la cara. ¿Creéis que iba a ser tan fácil? El Perla es como una paloma, algo tiene su ojo derecho que ve más que el izquierdo. ¿Sabías que una paloma puede recorrer hasta ochocientos kilómetros en un solo día? Él puede estar aquí ahora y mañana estar en otro país. - Su voz se extendía orgullosa viajando por las ramas de aquel agreste paraje, una cárcel sin muros para un guardia que temía más la guerra por los periódicos y los boletines de guerra que por haber visto morir a alguien a medio metro.- ¡No, por supuesto que no lo sabes! Algo le huele en el pico a la paloma para que nunca se pierda. El Perla os encontrará antes de que le encontréis a él. Sois todos unos bastardos. ¡Unos bastardos muertos!

El soldado entró en la garita y agarrando su Mosin-Nagant como un remo golpeó en la cabeza al preso que cayó boca abajo. De nuevo la sangre fresca brotó sobre la seca. El preso apenas intentó siquiera retorcer su dolor y perdió el conocimiento. El soldado salió fuera y recuperó su posición. Aún quedaban horas para su relevo. El sonido de las ramas agitadas le impedía escuchar su respiración y a cada ratito volvía su cabeza para ver si se despertaba.

Lo pillaron seis días antes dormido bajo un sombrajo hecho con el fusil M. Nagant del que se había apoderado y una vieja camisa. No causó la impresión que esperaba después de las leyendas que se extendían sobre él por los andenes del metro de Madrid, donde se refugiaban miles de personas. No era ni tan fuerte como lo imaginaba, ni tan fiero, ni tan rudo. Sólo era algo siniestro, o un poco raro al menos, como lo describían las lenguas enteradas de cada cantina, de cada cuartel, o de cada callejón que se hiciera eco de su cada vez más heroica figura dentro del bando enemigo. Su compañero de litera durante la instrucción había jurado mil veces que lo vio jugar a fútbol. Él mismo contó cosas mientras lo tenían retenido en aquella garita improvisada en medio de la sierra. Un día bajo tortura confesaba. Al siguiente se retractaba. Durante las largas horas de hambre y frío que lo llevaron a un delirio fantasmagórico escupió un sin fin de incoherencias. Dijo algo de palomas mensajeras. Que algún día condecorarían a su paloma favorita, ni más ni menos que con la Laureada Roja. Algo que hizo reír muchísimo al soldado. Al parecer las palomas tenían nombres de joyas famosas: “la Peregrina”, gritaba una y otra vez, “¡Donde estará mi Peregrina!”. Durante la tercera noche en la que su sargento, en un esfuerzo de humanidad y para mantenerlo con vida hasta que supieran su auténtica identidad, le concedió algo de agua y pan, el preso habló muchísimo. Tal vez la humedad de la lengua, o tal vez la certeza de que poco tiempo le quedaba hizo brotar un principio de lo que, con los años, bautizarían como síndrome de Estocolmo. Habló de su tierra, de su madre, de su hermano, de su profesor de latín y de su abuelo militar. De su amigo Eduardo, del Siete Lenguas y de la chica a la que había estado escribiendo cartas desde que estalló la guerra. Le habló de Shakespeare, de Juan Ramón Jiménez, de Charles Chaplin, de Velazquez y Felipe III y la perla que llevaba en su sombrero. Poco de leyenda pudo sacar de aquel individuo del que no sabía nada, aparte de que era un hombre bienhablado y culto. Incluso su imagen empezaba a desfigurarse por el deterioro físico del hambre y la tortura, bajo las múltiples capas de polvo y sangre que cubrían su rostro. Ni él, ni sus relevos, ni el sargento siquiera podía asegurar que fuera realmente el Perla. Pero allí todos le temían más que al mismísimo diablo, y muy gordo tenía que ser el pez para que el capitán viniera en persona a sacarlo del agua.

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1 comentario:

Desde la luna dijo...

Enamoraita me tienes con el Perla y con la historia... LIBROOOOOOO YAAAAA!!!!! jeje. UN besazo.