martes, 4 de mayo de 2010

El Asilo IX


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Don Antonio había vuelto de su paseo y se disponía a comer. Solía recorrer ritual y parsimoniosamente las calles de aquel barrio tranquilo. Entre sus paradas habituales estaba el estanco, donde ya no compraba tabaco sino sobres y sellos. El parque era otra parada habitual, allí se sentaba a estar sólo, como hacía en su balcón, conocía algunas familias que por allí paseaban pero casi nunca hablaba con nadie. No era un viejo charlatán como el chico había insinuado. Pero era cierto que si se le daba la oportunidad de hablar, si alguien, correspondiendo a su simpatía y buena disposición, le daba pie a explicarse, a contar algo, o a dar su opinión sobre cualquier cosa, él la aprovechaba para marcarse un discurso. Don Antonio gustaba de contar anécdotas, historias o fábulas de todo tipo que llegaba a escenificar tan solo con la amplia gama de mohines que su cara de mil leches posibilitaba, una asombrosa capacidad para captar la atención de sus oyentes; espectadores en algunos casos. Las reacciones que provocaba eran dispares. Sus palabras no molestaban ni aburrían a nadie, pero era habitual que la gente no supiera qué responder, unas veces por asombro, otras por incredulidad, por miedo a meter la pata, y otras simplemente por no tener nada que decir comparable a las inverosímiles cosas que contaba aquel Don Antonio Bermúdez Haya.

Otra parada habitual era la taberna La Almagra, donde no faltaba a su cita con el fino y las aceitunas rajadas antes de volver a la residencia para almuerzo. Allí participaba en la vida del barrio y era bien conocida su personalísima forma de hablar, su lenguaje camaleónico. Incluso algún parroquiano le llamaba alegremente poeta o sabio con tanta burla como respeto. Pero si se le preguntara a la taberna al completo por lo que creían que era o había sido Don Antonio, no habría dos respuestas iguales. Algún jovenzuelo recién licenciado aseguraba que era militar retirado, alguien dijo una vez que era político o abogado, o tal vez profesor, otro que un verdadero poeta, y el dueño de la taberna siempre creyó que era simplemente un heredero.

Se decía también que estaba loco, pero sin desprecio. Un loco de los que no entrañan ningún peligro salvo la ofensa. En ocasiones se le imitaba. Incluso algunas veces hasta se discutía cómo se le debía imitar. Que si levantar el dedo por encima de la cabeza como si estuviera a punto de descargar un rayo, que si reír estrepitosamente, que si levantar una ceja, luego la otra. La verdad es que nadie creía la mitad de lo que decía, pero tampoco nadie dejaba de escucharle. Quien conocía sus historias las repetía al que preguntara por él, pues a falta de un solo dato que se supiera cierto era mejor avisar, aunque solo fuera por cortesía, de las rarezas de aquel anciano. Como el que señala a un loco o a un rarito. Esas cosas estaban a caballo entre la fantasía delirante y el humor absurdo, como que nació de una reina del sur o que venía de un pueblo fantasma. O por ejemplo, y para imitarle, muchos usaban su “yo siempre he sido el hombre con más suerte del mundo”.

-Bueno cuéntame. ¿Cómo se llama?

-Adrián Castejón Heredia - dijo orgulloso de haber aprendido la lección.

-¡Tú no idiota! ¡Ella!- dijo señalando de nuevo a su brazo.- ¡La princesa!- Adrián puso cara de amargor.

-Ah, ella…se llamaba Cristina.

-¿Se llamaba?

-Bueno se llama, es que ya no estamos.

-¿Ya no estáis…qué?

-Juntos.

-Que ya no sois novios.

-Eso- dijo Adrián con cierto dolor.

-Vaya, lo lamento.- Don Antonio empezó a prepararse la comida, colocar el pan, ordenar cubiertos.- A mí también me dejó - dijo señalándose el pecho. Adrián quiso preguntarle de quién hablaba pero rápidamente entendió a qué se refería y prefirió no seguirle el juego. Volvió a creer que le había tomado el pelo con lo del tatuaje.- ¿No quieres saber por qué chico?

-No.

-¿No? Vaya, pues te haría gracia.

-Eso ni siquiera es un tatuaje- dijo Adrián en un sorprendente tono acusador.- Y no me tragué ni una palabra de todo lo que me contó. No me creo lo de la tia esa y los mil y pico besos.

-Mil trescientos cincuenta y dos- corrigió Don Antonio.

-Da igual, ¡no te quedas conmigo!

-¿Por qué no?- dijo Don Antonio fingiendo estar ofendido.- Te han dicho que me invento historias, ¿verdad?

-No me han dicho nada. Eso es todo una mierda, mentiras.

-¿Mentiras? - gritó Don Antonio mirando a Adrián directamente a los ojos.- ¡Yo no cuento mentiras! - El chico sintió un nudo en la garganta al retirarle la mirada.- Pero tienes razón - dijo con una mueca siniestra.

-¿Qué?

-Que tienes razón.

-¿No es un tatuaje?

-¡Claro que es un tatuaje!¡Ella! Ella no era una princesa.- Adrián no entendió nada.

-¿No?

-No.

-¿Entonces?

-¡Era una bruja! - y soltó una carcajada. Adrián, nervioso, rió de la sorpresa.

El viejo se puso a comer con una sonrisa voraz y dejó de prestar atención al chico. Este vio que Don Antonio se concentraba en la bandeja y no quiso preguntarle. Dejó que el viejo riera y comiera a gusto y se dispuso a mirar por la ventana hasta que terminase de comer. Adrián dudó de que lo que contaba el viejo fuera cierto. Todo lo que decía parecía fruto de una divagación senil. Le observó comer pensativo y reparó en su aspecto. Tenía el pelo canoso y enramado. Unas entradas arrugadas que le hacían la frente infinita y unas cejas pobladas con algunos pelos tiesos y rebeldes. Pelos en las orejas, por dentro y por fuera de la nariz, y una barba de tres días color gris áspero que brillaba cuando le daba la luz directa. Tenía arrugas que le cruzaban la cara y una boca grande y dentona que exageraba su expresividad. No obstante, cuando quedaba serio tenía un semblante soberbio y señorial, pero se le quedaba una mirada de extraviado que hacía pensar a cualquiera que era mejor no molestarle. Adrián se preguntaba una vez más qué hacía allí con aquel tipo, porqué lo dejaban sólo tan a la ligera, pero Don Antonio ya había terminado su almuerzo y estaba a punto de quedarse dormido.

-¿Don Antonio?

-¿Qué?

-¿Por qué te dejó? - El viejo hizo un esfuerzo visible por entender de qué estaba hablando el chico. Frunció el ceño primero y finalmente sonrió enseñando toda su admirable dentadura.

-¿Que por qué me dejó? ¿Que por qué me dejó? - dijo arqueando las cejas y levantando el dedo por encima de la cabeza como si fuera a descargar un rayo - ¡Me dijo que era muy besucón! - y rió estrepitosamente con diversión.- ¡La muy bruja!
[...]

5 comentarios:

Irene dijo...

Jijijijijiji, será bruja que le dejó por besucón!!!!

Desde la luna dijo...

Es que 1352 besos deben ser muchos besos... entre eso y el dedo por encima de la cabeza como si fuera a descargar un rayo...
Me encanta el viejito entrañable =)
Sigue por favor!!
Un besazo.

Unknown dijo...

Escribes genial
y nos encanta tu blog.
Saludos

Daniel Pérez Penagos dijo...

Bueno Réquiem, debo decirte que tu saga o serie de historias de Asilo, son un exito. Cada vez cambia y permanece interesante, muy buenos relatos, digo, por todos los que te he leído.
Abrazos :)

Dante Bertini dijo...

debería elogiarte como todos?
Pues no lo haré por puro deseo de ser original.
Un abrazo