miércoles, 20 de enero de 2010

El Asilo IV

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Pasó un buen rato hasta que ocurriera algo. Un viejecito asomó la cabeza por la entrada principal. A este no le había visto antes. Dio unos pasos por la terraza en dirección a las sillas del otro lado de la puerta. Andaba encorvado, a pasos cortos. Adrián pudo ver que usaba auricular y dedujo que sería un poco sordo. Se detuvo para sentarse. El rostro demostraba concentración, la concentración necesaria para mantener el equilibrio, calcular las distancias, asegurar cada paso y cada movimiento, ahorrar esfuerzos y disminuir riesgos. Pero justo cuando se disponía a agachar el culo para sentarse vio al chico que le observaba desde el otro lado. Se quedó con el culo en pompa unos instantes, sonrió al chico, recuperó la verticalidad haciendo rechinar sus bisagras y sin dudarlo un segundo se encaminó, lentamente, hacía donde estaba el chico. Sin dejar de sonreír tomó asiento, con la misma prudencia, a una distancia discreta de Adrián. Algo que el chico agradeció para sus adentros.

-No te he visto yo antes - dijo el viejo. Adrián ni siquiera asintió con la cabeza, pero su expresión coincidía con la del viejo.- Me dijeron que viniste ayer. Y que dormiste como un cachorro mamado. Estuvimos abajo en el salón y no apareciste. Estuvimos en el salón esperando. Hoy hace bueno. Yo siempre vengo aquí después de comer. O voy al salón a ver los toros. Si hay, si no hay no voy. O voy al cuarto a dormir una siesta. O los lunes, que como poco, o los martes, que a veces tampoco como mucho, me doy un paseo por el jardín. O me vengo aquí, como hago siempre. Te llamas Adrián ¿verdad? Yo me llamo Eduardo, pero me llaman “el Chiroba”. Tú llámame Eduardo y verás qué te dicen. Tú llámame el Chiroba, porque si me llamas Eduardo nadie me conocerá. Así que si preguntas por mí, pregunta por Eduardo y te dirán que soy el Chiroba. Ya lo verás.-Adrián, que no había querido quitarse los cascos en señal de rechazo, bajó disimuladamente el volumen de su música para oír bien lo que no creía estar oyendo.- Me lo puso el cura de mi colegio. Me decía “tú, chirobado, que te vas a quedar chiroba perdido, siéntate bien”, y yo le decía “pero padre”, y me colocaba bien estiradito. Él no entendía, no era malo, pero no entendía. Yo ya era chirobado cuando nací y le decía “pero padre”. Y él me decía que los chiroba como yo éramos chiroba porque estamos condenados a llevar un gran peso. Y me dijo que su tío, su esposo de su tía, la hermana de su madre, que no su tío de sangre, era chirobado y tuvo que cargar con una hija ciega, su prima la ciega, la del cura. O sea que yo cargaría con un gran peso ¿entiendes? Como una prima ciega o algo así. Cosas de curas, que son muy supersticiosos. Hijo puta que mala leche tenía. Tú te llamabas Adrián ¿verdad? Yo tengo un nieto de tu edad. Se casa dentro de poco. Se casa ya mismo. Tiene tu edad, es joven. Tiene veinte o treinta años, pero me recuerda a ti. Es así…joven. Me recuerda a ti.

Aquel Chiroba extraviado era un problema para Adrián. Quería ignorarlo pero, sin duda, llevaría tanto tiempo siendo ignorado que se notaba que el viejo había aprendido a que le escucharan a la fuerza. Un pesado. Eso pensó el joven después de varios suspiros de aburrimiento. Un anciano más de la residencia que hacía gala de su senilidad. El problema era que se había propuesto no hablar con nadie, rechazar aquellas personas, aquel lugar, aquella condena absurda. Pero con un ancianito chepudo que solo decía incongruencias y que encima se gastaba cierta simpatía, su intento de subversión quedaba reducido a un vano esfuerzo por autoexcluirse.
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