lunes, 15 de febrero de 2010

El Asilo V


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-Dejá de joder - decía de vez en cuando Lucas - no hace trampas, hace pipi, carajo. Perdés porque sos muy malo.

El Chiroba, a regañadientes, asentía y callaba, pero con sus manos continuaba tapando las fichas cada vez que Arroyo se levantaba para ir al baño. No le gustaba perder pero, por lo que Adrián pudo comprobar durante toda aquella tarde, debería estar acostumbrado. No llevó la cuenta de las partidas que jugaron pero la pareja Don Antonio-Chiroba no ganó ni una sola. El Perla y Lucas parecían dos adultos pasándose una pelota que dos niños trataban de alcanzar en vano. Excepto la historia que ahora contaba Lucas, ninguno hablaba salvo para maldecir a su propio compañero, concretamente Don Antonio y el Chiroba. El chico dedujo por sí solo que las parejas eran absolutamente invariables y que Lucas era invencible en su juego. Sólo la suerte de las fichas podía avocarle inevitablemente a la derrota, pero alguna mano aislada. El Perla también era buen jugador, pero sólo Lucas soltaba una pequeña risa, casi imperceptible, cuando al ver las fichas que jugaban sus contrincantes ya sabía que la victoria era suya. Después de esa risita inaudible preparaba las fichas antes de que llegara su turno. Veía en su mente la partida al completo. Adrián siempre había creído que era un juego sencillo. Pero comprobó que sólo era sencillo para él, como un juego de niños. Don Antonio no parecía ofuscarse con la estrategia, aceptaba como un caballero la supremacía de la otra pareja. El Chiroba lo llevaba peor.

Lucas Gregorio Constantini, a sus noventa años, jugaba como dios y se permitía el lujo de contar historias mientras sus contrincantes pensaban las fichas. Pero él nunca hablaba sin más. Lucas dictaba sentencia. Lucas derramaba su alma en cada cosa que contaba. Sin desperdiciar una sola palabra, sin quedarse a medias tampoco. Daba énfasis a su lenguaje vulgar y soez con una interpretación poética, haciendo creer a veces que hay una sola manera para decir ciertas cosas.

-Ya nos habíamos peído bajo las mismas sabanas mucho antes de darnos un beso. Mucho antes de amarnos los cuerpos – soltó de buenas a primeras - Eso une mucho chico. Esa confianza, ese pedo, es el sonido de la soledad rajándose de arriba abajo.

Cada vez que hablaba de uno de sus amores se le dibujaban unos trazos de sonrisita pícara entre la papada y los mofletes caídos. Dijo que aquello le mantenía con vida. Encontrar tesoros, dijo, encontrar recuerdos en su memoria que le hacían vanagloriarse de haber tenido una vida rica y sabrosa.

-En la vida quedarás sin palabras miles de veces – advirtió. – Más cuando se trate de mujeres, de amores. No fuerces, no quieras decir lo que no merece la pena. En mi vida por ejemplo, en mi cabeza, tan importante es recordar algunos pedos como algunos te quiero. Y como recuerdo la voz de mi madre al llamarme por las mañanas, desde la salita, recuerdo también el olor de sus pedos. ¡Qué paz se respiraba a su vera! ¡Qué soledad se me agarra cuando recuerdo esos pedos!

Eran de ella, la que había decidido olvidar tantas veces. Ni sus cercanos, ni sus eternos, ni sus familiares, ni sus viejos diarios, ni un solo objeto bien conservado podrían probar su existencia. Sin ningún motivo, y con un poco de propósito, la había arrinconado en la historia de su vida. La historia que sólo él podría contar. De ese modo la historia que no tenía testigos dejaba de ser historia para ser cuento. Aunque solo sea un cuento de pedos.
[...]

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen final! "Dejaba de ser historia para convertirse en cuento"

Un saludo.

Raúl dijo...

Esto me lo voy a tener que leer de un tirón, con todas las entregas presentes; o me temo que sino perderá fuelle y vida.
Un abrazo.