martes, 14 de septiembre de 2010

El Asilo XIV: El Perla (57 años antes)

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Cuando recobró la conciencia una sombra se movía velozmente sobre él. Antonio Bermúdez, el preso amoratado, el charlatán que consiguió hacer del Perla un héroe, trataba de anudar un jirón de tela sobre su brazo. La bala le había atravesado sin dañarle el hueso. Has tenido suerte, dijo. El capitán, que apenas podía mover los ojos, le observaba sin saber muy bien que había ocurrido. Miró a su alrededor tratando de alcanzar todos los ángulos de aquella ruinosa casucha con la esperanza de encontrar al sargento y al soldado. Pero apenas vio dos bultos tras sus botas. Mientras recobraba el aliento siguió con la mirada a Antonio. Anudó el hilacho, acomodó su cabeza y comenzó a lavarse la cara y las heridas con una garrafa de agua que había encontrado fuera.

El capitán no lograba entender qué había ocurrido. Un minuto antes estaba de pie apunto de llevarse a su prisionero y ahora despertaba de un desmayo con un ardiente dolor que le recorría desde la nuca hasta la punta de los dedos de la mano derecha. Intentó alzar la cabeza pero le mareaba el dolor. Antonio parecía concentrado en la limpieza de sus heridas. Iba desnudándose poco a poco, descubriendo heridas y empapándolas con un frasquito que probablemente habría encontrado entre las cosas del soldado. Hacía ya casi tres años que no lo veía. Había cambiado mucho. No parecía el chico de culo inquieto y risueño que llegaba desde la simpatía hasta el incordio. Tenía un semblante mucho más serio, más aplomo, y sobre todo una mirada muy segura, tanto, hubiera dicho el capitán, que rallaba la inconsciencia. Aunque todos sus recuerdos estaban envueltos en una burbuja repleta de ingenuidad, hormonas y rivalidades amorosas, le tenía el aprecio que se le tienen a las cosas lejanas, inmaculadas de algún modo, como si las cubriera una agradable pátina de inocencia.

Unos pasos se oyeron a través de la pared de madera donde el capitán apoyaba la cabeza. Con la mano izquierda buscó su arma pero no la encontró. Antonio Bermúdez parecía no advertir la llegada de un individuo. Rápidamente entendió que sí la advertía, solo que no le causaba temor. Se incorporó sobre el codo sano a pesar de las mareas de dolor que casi le desmayaron. Buscó con la mirada su arma o cualquier cosa que le sirviera a la desesperada pero no encontró sino unos botines de cuero que se paraban justo en el quicio de la puerta. El contraluz dibujaba su silueta e impedía verle el rostro. Llevaba un zurrón atado a la cintura y un rifle colgado del hombro. Le observó de arriba abajo mientras dominaba su respiración entrecortada y los espasmos de dolor. Poco a poco su rostro se fue haciendo nítido. Para cuando pudo verle la cara al completo, el Perla ya tenía la mirada clavada en él. Duró solo un instante, la primera y la única vez que le miró a los ojos.

Con un gesto seco saludó a Antonio y se acercó a los cadáveres de los militares. Con una mirada parecieron entenderse e inmediatamente se pusieron manos a la obra. Todo pareció al capitán un trabajo organizado y meticuloso. Una coreografía sádica y desalmada con un fin concreto que a la postre entendería. El Perla soltó su fusil contra la pared y se agachó sobre el cuerpo del sargento. El capitán no supo bien que estaba haciendo. Con cuidado, fue desnudando el cadáver prenda por prenda. Después se las pasó a Antonio que terminó de desnudarse. Acto seguido comenzó con el cuerpo del soldado. Primero le quitó las botas y los pantalones. Después continuó con la camisa. Desabrochó los botones y sacó una manga, pero al intentar voltear el cuerpo para sacar la otra el soldado se movió y gimió alguna sílaba suelta. Antonio ahogó un grito y el Perla dio un salto hacia atrás. Cogió su fusil de nuevo y antes de que el soldado pudiera pronunciar alguna otra sílaba le golpeó en la boca repetidas veces con la culata. Antonio se abalanzó sobre él y consiguió a gritos que se detuviera. El soldado escupió un diente que cayó cerca del capitán. Intentaba respirar pero se atragantaba con su propia dentadura. En unos cuantos espasmos su rostro quedó resumido a unos ojos saltones que emergían en un charco de sangre. El sonido macabro de unas gárgaras colmó el silencio en el que quedaron los tres hasta que el soldado expiró. Sois unos salvajes, susurró el capitán.

Poco después Antonio y el Perla estaban vestidos de uniforme. Los cadáveres a su vez con sus ropas. El Perla arrancó unas ramas de los árboles cercanos a la casa y con ellas comenzó a barrer la hojarasca que la rodeaba. Mientras, Antonio levantó al capitán y lo sacó fuera.

- Mi capitán - dijo Antonio Bermúdez con un poco de sorna- ha llegado el momento de irse.

- ¿Irnos? ¿A dónde? ¿Qué demonios vas a hacer?

- ¿A Zaragoza? ¿Valladolid? ¿Teruel? Donde usted prefiera mi capitán. Podríamos acercarnos a Madrid. Tengo muy buenos amigos allí.

- ¿Qué es lo que pretendéis? ¡Estáis locos! No vamos a ir a ninguna parte.

- Por supuesto que iremos, ahora no es usted el que da las órdenes mi capitán.

- ¿Y él?- preguntó refiriéndose al Perla.

- El soldado Prieto nos seguirá en breve a una distancia prudencial.

- ¿El soldado Prieto?

- Claro, el soldado Prieto. Yo ahora soy su sargento. El sargento Jiménez de Asúa.

- Estáis locos…estáis locos.

- Mi capitán, por mucho que lo repita no será más cierto - dijo entre carcajadas.- Pero míralo por el lado bueno. Tus deseos se han hecho realidad. Al final, en esta historia, serás el héroe. ¡Enhorabuena mi capitán! Ha matado usted al Perla y al imbécil ese que hacía la guerra por su cuenta.

- Estáis locos…esto no os puede salir bien.

- Desde luego, mi capitán - dijo con toda la sorna posible - hace tiempo que nada nos sale bien.

Continuaron andando en silencio campo a través. De vez en cuando el capitán se detenía para tomar aliento, pero rápidamente seguía, sumiso y con el brazo en cabestrillo, la senda que marcaba su paisano. Cuando llevaban unos cientos de metros recorridos se detuvo y echó la vista atrás buscando al Perla con la mirada. Una columna de humo se elevaba detrás de ellos. La casucha ardía con dos cuerpos en su interior.

- En una cosa tienes razón - dijo el capitán rompiendo el silencio.

- ¿En qué?

- He tenido suerte, por una vez el Perla ha errado. - El capitán hizo un gesto haciéndole saber que se refería al tiro en el brazo.

- Se equivoca mi capitán, - dijo Antonio con gesto fingido de seriedad - ya le dije que el Perla nunca falla un tiro.

[...]

4 comentarios:

Unknown dijo...

Estaba sola en el bar, tomando un Nestea, te he oido comentarselo a un amigo y no me he podido resistir. Es la primera vez que entro en tu blog y la historia me ha enganchado, ahora tengo q averiguar donde empieza todo, no soy muy ducha en el manejo de estas páginas, pero es cuestión de poner un poco de empeño. Te iré comentando más. Saludos!

Cuentista dijo...

En los bares se oye de todo, palabra de camarero.

Unknown dijo...

Lo se... Yo también lo fui, soy y seré, aunque ahora mismo esté trabajando en otra rama de la atención al público.

I. dijo...

Llegué después de varios saltos... y me ha enganchado. ¡Genial!